¡Silencio, Dios está obrando...!


Un hijo le pidió a su madre que comprara algo que valía mucho dinero. "Hijo, no tenemos dinero para comprar eso", le explicó ella. Su hijo la miró, sorprendido de que no hubiera pensado cuán fácil era la solución. "¡Madre, exclamó, pues vayamos al banco y pidamos que ellos nos den el dinero que necesitamos!" Su inocente propuesta, fue el resultado de saber que el banco tiene dinero, y mucho. Lo que no podía entender son los complejos mecanismos que hacen posible que una persona pueda o no acceder a un crédito. Tampoco tenía edad, el niño, como para que se le diera una explicación al respecto. La madre, solo sonrió y siguieron caminando.

 

Esta anécdota ilustra lo desacertados que pueden ser nuestros comentarios cuando pretendemos hablar de asuntos de los cuales sabemos muy poco. Quizás tú te hayas cruzado con personas que, sea cual sea el tema de conversación, siempre tienen algo que decir. Estas personas, lejos de impresionar por lo muy informadas que están, llegan a ser molestas porque resulta evidente que la mayoría del tiempo no tienen idea de lo que están diciendo. No obstante, hacen alarde de su desconocimiento a cada instante.

 

Este es el cuadro que nos presenta el profeta Isaías. Imagínate cualquiera de estas situaciones: un ladrillo discute con el constructor acerca del lugar que debe ocupar en una vivienda. Un clavo argumenta con el carpintero porque cree que debería ser utilizado en un mueble diferente. La sal tiene un altercado con la cocinera porque opina que a esa comida no le hace falta su servicio. ¡Ridículo!, ¿verdad? El solo pensar en estos elementos entrando en diálogo con quienes los usan nos parece descabellado. ¿Cómo puede el barro decirle al alfarero cuál es la mejor manera de ser utilizado? ¿Cómo puede un bebé, en el instante mismo de nacer, ponerse a discutir con la madre porque cree que no es el momento indicado para salir al mundo?

 

Pero a pesar de que reconocemos lo absurdo de estas escenas, de una u otra manera hemos caído en el error de creer que podemos cuestionar la forma en que Dios actúa. "¡No entiendo cómo Él ha permitido que esto ocurra!", exclamamos, perplejos. "Si Dios me ama, argumentamos, ¿por qué no interviene?".

 

Algunos expresamos tales preguntas en voz audible, como una forma de queja. Pero hay una manera encubierta de quejarnos y es, precisamente, haciendo todo lo contrario, dando razones sobre lo que no entendemos de Dios. Estas personas, al no poder reconocer que no entienden la manera de actuar de Dios, la justifican con mil y un argumentos que, des-de luego, no convencen a quienes los escuchan.

 

Reconocer que somos hijos de Dios, nos libra de tener que explicar la manera en que Dios actúa. No somos expertos en el asunto, no es necesario que nos explayemos con ingenuidad, para después tener que decir como Job: "Yo hablaba lo que no entendía; cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía"(42.3).

 

La verdad es que la distancia que nos separa de Dios es la misma que separa al barro del alfarero. ¿Cuánto sabe o entiende el barro de lo que está haciendo el artesano? ¿Cuánto conocimiento tiene el bebé de los tiempos y el proceso necesario para un parto? ¡Ninguno! Así también pasa con nosotros. ¡Guardemos silencio delante de Dios y pidamos poder entender sus propósitos!

 

Para meditar

  • Ante las decisiones Divinas, en la mayoría de las veces, lo único que nos queda por hacer es guardar silencio y esperar.
  • Podemos cuestionar a Dios con nuestra boca, ¿de qué otras maneras, también, podemos cuestionar a Dios?
  • ¿Cuándo somos más propensos a dudar de la intervención de Dios en lo que sucede?
  • Si tuviéramos que hablar o guardar silencio, delante de Dios, ¿cuál elegirías?

 

Eugenio Wolyniec